domingo, 25 de julio de 2010

El amor... esa maldita necesidad


¿Que somos? ¿Por qué nos cuesta tanto ser felices, amarnos a nosotros mismos? Ahora mis padres me miran con miedo. ¿Es normal que esto nos ocurra a tantos jóvenes? Y luego esta maldita gordura... esta maldita deformación de mí misma que tanto me atormenta. Comer... vomitar... ayunar...

Un círculo vicioso al que, sin embargo, me he resignado. En el fondo no es que queramos ser bonitas para los demás; somos lo que la sociedad y sus malditas circunstancias han hecho de nosotras. Dejamos de comer porque queremos tener el control en esta vida descontrolada que nos escupe el día a día, dejamos de comer porque queremos ser algo más que eso que aborrecimos cada vez que nos miramos al espejo... Soy consciente de esta enfermedad, pero ella siempre ha estado conmigo. Curiosas... Ana... Mía. No las quiero, ¡en realidad las odio!, pero a fin de cuentas, son lo único que tengo.

Quizá la única droga efectiva en el tortuoso camino para cumplir mis sueños.


Mi infancia siempre ha sido eso; un sueño. Tuve la suerte de divertirme sin miedo al futuro, sin saber muy bien lo que era la realidad. Viajé, descubrí mi amor por los libros... y me enamoré, en contra de todas mis expectativas.

A él lo conocí en un pueblo pequeño, de esos donde todos te conocen. Se llamaba Felipe y ambos teníamos diez años cuando nos vimos por primera vez. Fue pura química. Yo siempre había tenido predilección por los juegos de hombres y ambos nos convertimos rápidamente en los mejores amigos, junto a otros niños más.

¡Que años! Todos los días era una sucesión de juegos, de risas... de comida. Porque esa era la época en que la comida aun no creaba químeras de odio y auto-rechazo en mi conciencia.

Cuando teníamos trece años, la amistad se fue convirtiendo en atracción y finalmente en amor. Ese primer amor que nos marca a muchos. A él le di mi primer beso, y no me arrepiento. Nos queríamos con ese afán ingenuo y dulce de los chicos que viven lejos de las grandes ciudades.

Pero entonces, cuando tenía quince, el Felipe enfermó. Un coágulo de sangre invadió su cerebro, transformándose en cáncer.


Dicen que cuando uno sabe que va a morir, es cuando dejas de ser un niño para siempre.


El Felipe murió un mes después. No quiso someterse a tratamiento. Creo que, en el fondo, se dejó morir. Pero no lo culpo.

Tenía tantos sueños.

Y sus sueños murieron con él.


Después de eso, mi mundo se fue a la mierda. Dejé de sonreír y, para olvidarme del dolor, empezé a comer. ¡Y como comía! Todo me lo llevaba a la boca, parecía una máquina cerda y horrorosa... y no paraba. Comer se convirtió en la momentánea salida a mi tristeza. Llegué a pesar más de 80 kilos.


Pero un día, mientras caminaba por Santiago sumida en los recuerdos del Felipe (comiendo, cuando no) me miré accidentalmente en el escaparate de vidrio de una tienda. Me vi de cuerpo completo... mis ojos hundidos, ese dolor interno que se reducía a ese monstruo horrible que me devolía una perpleja mirada. Experimenté entonces otro dolor: el odio a mí misma.

¿En qué me estoy convirtiendo?, pensé después de tirar el paquete de galletas a medio comer. ¿Que diría él si me viera ahora? Por primera vez me fijaba en mí cuerpo como mi enemigo, y canalicé en él todos mis tormentos: comía, luego vomitaba... y eso me hacía sentir increíblemente bien. Era como una droga. Cada vez que vomitaba la comida, me sentía mejor. Ni siquiera los llantos podían hacer eso.


Cuando estaba acercándome nuevamente a mi peso normal (no el de antes, pero al menos bajé nuevamente hasta los 60 kilos), conocí al que sería mi segundo gran amor. Antonio. Maldita sea... ahora siento que quiero llorar. El Antonio es... fue y será. No puedo describirlo con palabras.


Él se interesó primero en mí, y aunque de vista me caía pésimo, decidí darle una oportunidad. Fue instantáneo el cambio: nos convertimos en amigos inseparables. Pero a diferencia de lo que comenzó con el Felipe, esta amistad siempre estuvo teñida de intensa atracción. Él era, por sobre todo, un muchacho envidiable en todos los sentidos: bastante guapo, deportista, bromista. Sarcastico hasta el colmo, motivo por el que a veces discutíamos. Ambos con fuerte carácter.


Ambos con tormentas internas.


Lo de él, como lo mío, era solo una máscara. Tenía muchos problemas familiares. Se sentía miserable. Entre ambos fuimos curando el alma del otro. Nos necesitábamos, nos amábamos de verdad. El Antonio sanó poco a poco la herida que el Felipe me dejó y volví a querer otra vez. Pero cuando salimos del colegio, cuando pensábamos que todo estaba superado y que un futuro brillante nos aguardaba, las cosas comenzaron a ir mal... para ambos. La relación entre mí y mi madre, de por sí mala, ahora era insostenible. La universidad añadía otro grado de estrés. Luego el Antonio me confesó que se drogaba. Allí comienza nuestro infierno.


Me cuesta hablar de esto. De a poco iré liberando la mierda. Pero volvió ocurrirme... y hasta el día de hoy no soporto este dolor. El Antonio se suicidó en una habitación de hotel hace cuatro meses... no pudo soportar el abuso al que fue sometido. No pudo seguir concibiéndose a sí mismo.


Y yo he vuelto otra vez a este círculo vicioso. Nuevamente juego a la ruleta rusa.

Ana y Mía me dieron la bienvenida... nuevamente susurran sus consejos en mi oído.

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