jueves, 15 de julio de 2010

El sueño al que llamo infancia


No sé por dónde empezar…
No, en realidad miento: si sé por dónde empezar. Solo que me da miedo. Desde que me conozco, siempre he preferido hundirme en las historias ajenas o las que plasmaba en las páginas blancas, no mi propia historia. Creo, sin embargo, que me hará bien saber desde comienza todo. A veces siento que nací ayer. Otras, que en el fondo soy muy anciana y padezco desvaríos de memoria.
Pero toda historia comienza y termina con la memoria, y con ella, tal vez, nuestra existencia. A veces necesitamos contársela a alguien. A veces queremos olvidar, simplemente. Soy de esas personas que optan por seguir recordando, aunque sea doloroso. Porque la vida, después de todo, solo es una sucesión de instantes, de escenarios que se pierden en el pasado y acuden a nosotros cuando nos sentimos desesperados de tanto vacío. De tanto sinsentido.
En fin. Que necesito recordar mi propia historia, y aunque aún me queda mucho por vivir (espero) siento que lo que se guarda algún día tiene que mostrarse.

El sueño al que llamo infancia.
Siempre creí que había nacido a bordo de un barco pequeño, mientras mis padres navegaban por el estrecho de Magallanes. Eso fue lo que me dijeron. Y para aliñar más la historia, que mi madre había tenido un parto doloroso, solo asistida por la cocinera del barco. Pero no, no fue así, aunque ya habrá tiempo para contarlo más adelante. Lo que sí es cierto es que viví muchas veces en navíos pequeños, compartiendo la litera con mi hermana melliza, Daniela.
Nunca nos llevamos bien, lo que hoy me parece extraño, porque cuando compartes la misma edad con tu hermana deberías compartir también los mismos gustos y opiniones. No. No fue así en este caso. Éramos como la noche y el día. Pero tengo admitir que muchas veces sentía celos de ella, porque mientras que yo era bastante desordenada y soñadora, ella era el epítome de la dulzura, del buen comportamiento y la femineidad. Ya desde pequeña, alucinaba con los príncipes azules. Para mí, encontrar a mi gran amor me importaba lo que la vida íntima del Papa, es decir nada. No, lo que a mí me interesaba realmente eran los monstruos submarinos, los aliens que se comían el cerebro de las personas y los tesoros escondidos. A los cuatro años, los amigos marinos de mis padres me contaron tanta historia de piratas que acabé creyéndome una, y muchas veces escarbé en la tierra con la esperanza de hallar un cofre atestado de tesoros. Mi hermana pronto se aburrió de aquellos juegos. Y además, decía, porque no quería ensuciarse el vestido. Mi madre me castigó más de alguna vez por llegar toda sucia a la casa.
-¡Compórtate como una señorita!- me gritaba.
Ya. Pero, ¿Cómo puedes comportarte como una señorita a los cinco o seis años? Yo de esas cosas no entendía, y, por lo demás, las costumbres femeninas me aterraban. Creía que las mujeres tenían los labios con sangre (luego supe que en realidad se los pintaban para parecer más atractivas) y que el olor pesado de los perfumes era para espantar a los hombres indeseables. Por entonces mi mente ya era un tornado de pura imaginación, y luego, de quimeras y fantasmas.
Cuando tenía siete años, viví siete meses en una isla de Chiloé llamada Isla Niebla. Me encantaba vivir allí. Incluso la Daniela amaba esa isla. Y la casa. Era de piedra, muy fría durante las noches, pero a mí me parecía un palacio encantado. Recorrí, sin autorización de mi padre, esa isla rincón por rincón. Había pocos habitantes. Todos nos conocíamos, lo cual era muy divertido. Allí me hice de una amiga, la Florencia, a quien le encantaban las historias tanto como a mí. Fue ella la que me contó los cuentos del trauco, la pincoya, el kraken y el caleuche.
El del caleuche era mi favorito. A veces me quedaba horas completas viendo el mar por la ventana de mi pieza con la esperanza de ver al barco fantasma emerger entre la niebla. Una de las cosas que más vívidas tengo es eso: la niebla, la constante bruma. El nombre de la isla estaba bien puesto.
Ese mismo año acaeció el desafortunado evento que desencadenó mi posterior trauma a las criaturas cetáceas. Las ballenas, particularmente.
Resulta que un día a mi padre se le ocurrió la genial idea de llevarme en sus paseos en bote por el mar con un amigo pescador suyo. Era un día nublado, pero favorable para los pescadores. La pasé muy bien… hasta que aparecieron ellas. Lo recuerdo con todo y detalle, lo que no ayuda a mi trauma.
-¿Qué es ese sonido?- le pregunté a mi papá inocentemente.
-Ah, mijita, no se preocupe. Solo son ballenas.
Algo asustada, y emocionada también, me incliné para ver un atisbo de algún cetáceo cuando el bote hizo un movimiento brusco y yo, que me había inclinado demasiado, caí de cabeza al mar. Mi padre gritó. Yo grité. Luego sentí ese horrible sonido que emiten las ballenas para comunicarse y el agua se levantó mientras el bote se iba alejando contra marea. Mi papá decía cosas, pero no podía escucharle. Entonces sentí algo duro y resbaloso contra mi mano y mis rodillas, algo enorme que se movía debajo de mí. Repito. Debajo de mí. Volví a gritar. Pero esta vez con más fuerza.
Cuando por fin lograron subirme al bote, mojada de pies a cabeza y tiritando como pollo desplumado, el amigo de mi papá reía muy campante, como si todo aquello hubiera sido divertido. Maldito bastardo. Yo no paré de llorar hasta la casa, y desde entonces, no soporto ver una ballena ni en televisión.

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